El último asiento del vagón fue mi elección al subir al tren,
para retrasar unos segundos más el instante, para disfrutar del viaje, del
recorrido, de las luces que encendían mi ciudad cuando antes oscurecía, cuando
el sol duraba menos allí arriba. Inspirado en el anuncio de la televisión, yo,
sin haber dado apenas señales de vida en mis últimos 3 años, sin dejar
explicaciones, sin postales, sin palabras y sin vergüenza, volvía a casa por
Navidad.
El viaje había emocionado cada uno
de mis instintos, vagar sólo por el mundo nunca había estado del todo mal pero
había personas que habían pagado un precio demasiado caro a mi huida repentina,
sin premeditación pero con alevosía.
No había tiempo para perdones, ni
siquiera para arrepentimientos, necesitaba huir, sin más… La monotonía de
depender de un trabajo asfixiante, de una situación económica inestable y de
unos sueños aparcados debajo de la cama me habían impulsado a saltar, a viajar,
a conocer, disfrutar, a soñar con los ojos abiertos.
Y ahora, tres años después y
convertido en todo aquello que nunca había querido ser volvía a casa, para
refugiarme en los abrazos de aquellos que llevaban esperándome algo más de 3
años, para admirar el brillo de sus ojos y la emoción de sus miradas cuando el
timbre revelara mi llegada. Solo Helena, mi hermana Helena, sabía que llegaría
para la cena, ella había tenido a bien guardarme el secreto porque era la única
persona en el mundo capaz de entenderme, incluso cuando mis actos no tenían
explicación.
Tan parecida y tan diferente a mí había
pedido a mamá dos días antes (en su cumpleaños) que pidiera un deseo al soplar
las velas, mi madre le reprochó y dijo que no lo haría, que son tonterías y que
eso nunca se cumple. Helena, mitad paripé mitad sentimiento de frustración rompió
a llorar, y mi madre por no desilusionarla había acabado pidiendo que yo, su hijo, el tránsfuga, volviera a casa por Navidad.
Y bajé del tren, hacía frío, más
del que recordaba, una niebla espesa recorría la ciudad y la humedad había empezado
a calar en mi sonrisa. Las luces de los escaparates parpadeaban ante mis ojos,
la ciudad apenas se había alterado, todo estaba más o menos como lo recordaba,
pero me sentía extraño por aquellas calles, el que había cambiado era yo. Subí las escaleras arrepintiéndome
de haber llegado hasta allí, cuando no has hecho bien las cosas y no encuentras
un por qué es más difícil arrepentirte de todo lo que has dejado atrás… Llamé
al timbre, desde dentro escuché como Helena la decía a mama que abriera, que ella estaba ocupada en la cocina.
Escuche sus pasos, se estaba
acercando a la puerta y yo temblaba, pero no era de frío, después de dar dos
vueltas a la llave me encontré a mi madre de frente, la misma mujer que había dado
por mi todo lo que tenía, incluso un poco más, lloraba emocionada al ver a su
hijo después de tres años, yo solo pude abrazarla, lo único que supe decirle es
que había venido a cumplir su sueño, ella me había dejado cumplir los míos sin preguntarme por qué.